jueves, 23 de abril de 2015

La palabra se subleva


La   palabra se subleva: No es tiempo para rosas rojas

 

LUZ MARINA RIVAS

 

Prólogo

 

Toda novela está armada de fragmentos

aparentemente inconexos, pero unidos por una coherencia básica. En lo que respecta a las historias, todos estos fragmentos se comunican entre sí, mientras van dibujando la geografía de la novela, como un paisaje para ser disfrutado por el autor y el lector.

 

Antonieta Madrid, En la cámara oscura.

 

 

            Si hubiera que resumir el valor de la novela No es tiempo para rosas rojas, de Antonieta Madrid, publicada por primera vez en 1975, habría que decir que su importancia es doble: por una parte, hace del espacio de la novela un escenario donde se recupera un importante trozo de la historia venezolana que apenas se menciona en los manuales escolares; por la otra, se le devuelve a lo literario su carácter de juego, así como su condición de materia para el goce estético.

¿Y qué historia  narra No es tiempo para rosas rojas? Esta novela extraordinaria re-crea para nosotros cómo era la condición de la juventud en la Venezuela de los años sesenta.  En sus páginas logra condensarse un complejo universo: la lucha guerrillera de aquellos años en el país, la presencia de la música de los Beatles como un fenómeno mundial, la liberación femenina, la problematización del aborto, el amor libre, el uso de las drogas. La formación de los personajes nos va mostrando a una generación que idealizaba la Revolución cubana, que cuestionaba el consumismo, que tenía un mayor acceso a la educación y a las lecturas de autores extranjeros, de  escritores europeos y de  filósofos orientales. Era también una generación con contradicciones, volcada hacia el mundo moderno y hacia el futuro, y al mismo tiempo, perdida e insegura, repitiendo inconscientemente los  viejos patrones contra los que se sublevaba.

Este acercamiento a la Venezuela de entonces, abierta al mundo y a las experiencias que  marcaron a una generación (el viaje a la luna, el mayo francés, la guerra de Vietnam), es también un asomarse a la construcción literaria de la ciudad cosmopolita y moderna que ya era Caracas. La ciudad de Caracas, con sus avenidas y sus autopistas, con sus prácticas cotidianas, con sus habitantes febrilmente ocupados no es la adormecida ciudad semi-rural de Ifigenia, de Teresa de la Parra, o de Ana Isabel, una niña decente, de Antonia Palacios. Se trata ahora de una metrópoli moderna, percibida desde la marcha veloz de los automóviles donde se desplazan los personajes hacia edificios de apartamentos o hacia discotecas psicolélicas y ruidosas, donde se escucha el rock and roll. El imaginario de la ciudad representado nos muestra que el país, enriquecido por el petróleo, ha dejado de ser rural y Caracas se convierte en el lugar emblemático de la nueva riqueza, con su vida nocturna, sus avisos de neón y la aceleración del ritmo vital de sus habitantes. No es gratuito que en esta novela            la primera imagen presentada sea la de un avión, un super jet, símbolo de una nueva forma de vivir en la cual los tiempos transcurren vertiginosamente y los espacios se ensanchan.

            La novela cuenta dos historias entrelazadas en una estructura muy original, ambas narradas por una joven protagonista cuyo nombre se desconoce. La  protagonista se enamora de Daniel, un joven líder de izquierda, que dirige una célula armada de la guerrilla. Daniel es un soñador megalómano, inspirado en el Ché Guevara, quien busca hacer la revolución en Venezuela. Hay en su personalidad formas de autoritarismo y machismo, impermeables a cualquier crítica. Ella, universitaria, que quiere ser una mujer de su época, tomar sus propias decisiones, asumir su sexualidad de una manera libre, se enamora de Daniel con el mismo embeleso con el que él está enamorado de su propio proyecto. Esta historia de amor se alterna con la intrahistoria vivida por los personajes dentro de lo que era el desarrollo de los acontecimientos políticos: las acciones clandestinas en que participan ambos personajes, las noticias de los caídos, el entrenamiento en la montaña. El sueño de la revolución y el sueño del enamoramiento son vividos intensamente por la protagonista, que con el tiempo va desengañándose de ambos. Las historias tendrán desarrollos insospechados. En esos procesos, la conciencia de la joven acerca de su propia historia y de la historia del país va haciéndose más lúcida.

            La originalidad de la estructura es uno de los rasgos más importantes, si no el que más, que determina a una buena novela. En No es tiempo para rosas rojas podemos hablar de una estructura rompecabezas. Las dos historias se cuentan como una sucesión de fragmentos que se alternan. Se trata de cincuenta y dos fragmentos, que no capítulos, numerados y espaciados por blancos. Cada uno de ellos es una pequeña historia en sí misma, muchas veces una escena redonda y completa. Cada uno de ellos se constituye en un ladrillo que va configurando, en su reunión con los demás, el todo de la historia. La voz narradora va entretejiendo la coherencia de todas esas micro-narraciones.

            Esa voz, en primera persona,  busca fijar para el lector un ángulo de percepción en sí misma, a veces muy localizado en su propio cuerpo y en su propia intimidad. Así, por ejemplo, en el tercer fragmento, la protagonista oye, toca y huele, de tal manera que busca exacerbar las percepciones de los sentidos y la inmediatez de la experiencia.  Sin embargo, el ángulo de percepción o punto de vista de la narradora, es también como el lente de una cámara. La narración se vale con frecuencia de los gerundios y de la economía de los verbos. Esto, junto con el privilegio de las imágenes visuales, con frecuencia dispuestas como enumeraciones, como “flashes”, parece ir construyendo una película para el lector.  El lector termina por presenciar las escenas como si las estuviera viendo, palpando las atmósferas, como efecto del lenguaje:

la gente como sombras flotando por las calles deshabitadas de Bella Vista, la gente como dibujos flotando por las fuentes de soda, en  las areperas, en los abastos, en la farmacia, en la parada del autobús, en el estacionamiento, en los pasillos del edificio, en el ascensor, en el piso once, en la puerta del ciento catorce (...)

Parece mentira, sí , parece mentira, pero si todo parece mentira, el olor a incienso y a esos cojines de colores, allí quietos, sobre el suelo blanco y negro, jaspeadito, de granito blanco y negro. Los cojines amarillos, morados, naranja, bien quietos sobre el suelo, sobre el diván forrado con una cobija de cuadros de lana escocesa; y la botella de champaña, bien fría, acostada en la nevera, llena de gotitas como de sudor la botella de viuda Cliquot en la nevera bien fría.

 

            La fascinación por el cine y la fotografía han marcado la obra de Antonieta Madrid, no sólo esta novela sino también sus cuentos incluidos en Reliquias de trapo (1972), Feeling (1983) y La última de las islas (1991), así como en las novelas Ojo de pez (1990) y De raposas y de lobos (2000). Particularmente, en Ojo de pez, Madrid hace un homenaje a la fotografía y al Roland Barthes de La cámara lúcida.  La autora ha expresado que en una primera escritura No es tiempo para rosas rojas se concibió como un guión cinematográfico. Cine y literatura han dialogado mucho en la narrativa de los años setenta y en gran medida, en los escritores del boom latinoamericano. Recursos como el conocido flash back, o regreso al pasado de los personajes sin aviso al espectador, son técnicas que han sido muy empleadas por los escritores del siglo XX.  Antonieta Madrid va más allá. Toma del cine la pasión por la imagen, la presentación de ésta en trazos sugerentes, en sucesiones, la percepción de los espacios como cuadros, la literaturización de la velocidad.

            El lenguaje es también uno de los grandes logros de esta novela. Por una parte, las expresiones coloquiales del habla juvenil recorren toda la obra, de tal forma que no es de extrañar que nuestra protagonista nos diga que está frikeada o que cierta gente es muy fu, o que elabore relatos de hechos a la manera de un venezolano en situación informal :

Quédate un rato más, le habías dicho; y ella, no, no puedo, mañana tengo clase, y se levantaba del asiento, y agarraba la cartera, y el chal mejicano azul eléctrico con flecos negros de paja brillante. Se echaba el chal por los hombros y se lo volvía a quitar, y se sentaba de nuevo, para recomenzar con el yeyo, hasta que tú, ni modo, le dijiste, ya te vamos a llevar, y aquel bar estaba lleno de gente y hacía mucho calor...

 

Junto con esta franca utilización del habla de la calle, el lenguaje de la urbe caraqueña, la autora experimenta con el lenguaje, reajustando la sintaxis, buscando efectos fónicos y rítmicos, trastocando los usos tradicionales, en lo que resulta en ciertos momentos proposiciones poéticas:

Y seguías allí tú diluyéndote en el paisaje, perdiéndote en la bruma, como en un sueño, como en la muerte, confundidos tus colores en verdes, marrones, parduzcos, rojizos... Y así ibas cambiando de forma y te estirabas y te encogías y te anchabas y crecías y te alargabas como en los espejos de the wonderland, daniel árbol, daniel alcantarilla, daniel aviso-de-life, daniel bomba-de-gasolina, daniel final-de-la-autopista La Guaira-Caracas. Y entonces quise escribirte un poema, contar tu vida y ensayaba y ensayaba tu historia.

 

            En este texto que es ya el poema que la narradora quiere escribir, el recuerdo del amado se funde con los espacios recorridos, es la imagen del recuerdo proyectada hacia la experiencia exterior de los espacios de la ciudad. Daniel inunda los espacios, se desmaterializa y se convierte en juego del pensamiento y juego de lenguaje a la vez, cuando los objetos se hacen predicaciones de él: daniel árbol, daniel alcantarilla. Esa fascinación por el juego del lenguaje le rinde su admiración a Lewis Carroll, en la mención de Alicia en el país de las maravillas, obra citada más de una vez en esta novela (véase en el primer fragmento una mención a la merienda del té que comparten la liebre de marzo, el sombrerero loco y el lirón) y también citada en otras obras de la autora.

            La experimentación con el lenguaje, la fractura de la sintaxis, el juego con las estructuras, el claro conocimiento de escritores del mundo que han conmocionado las formas de narrar como el mismo Lewis Carroll, James Joyce, William Faulkner y los latinoamericanos Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y los demás escritores del boom, es una tendencia compartida por escritores venezolanos muy representativos de los años setenta. Antonieta Madrid pertenece a la generación de escritores que irrumpe en esos años, que se caracteriza por su profesionalización, por su clara conciencia del lenguaje como materia de creación estética y al mismo tiempo, por el compromiso con una realidad política y social muy demandante. Muchos de sus textos tienen afinidades con textos de Luis Britto García, Laura Antillano, Victoria Duno (Victoria De Stefano), etc., quienes de una u otra manera se vinculaban también con Adriano González León, cuya novela País portátil marcó un hito en la década anterior por su estructura y por el trabajo de lo urbano con un lenguaje novedoso.

            La experimentación iniciada por Antonieta Madrid en No es tiempo para rosas rojas continuó en su obra posterior. En sus obras de ficción y de ensayo siempre ha demostrado su preocupación por la construcción de estructuras interesantes y complejas, por la participación activa del lector, por el aspecto lúdico del lenguaje y por la necesidad de hacer visible en el texto su propio hacerse, a través de la reflexión sobre cómo contar, cómo construir el relato, es decir, a través del juego metaficcional. Por todo ello, Antonieta Madrid, por su propio pulso, es una de las escritoras contemporáneas más importantes de Venezuela.

jueves, 9 de abril de 2015

Recordando a Darío...

 
 
Arriba: Darío con nuestra nieta Valentina en Varsovia, 1993.
                                 Abajo: Darío en Berlín, 1993.