La
palabra se subleva: No es tiempo para rosas rojas
LUZ
MARINA RIVAS
Prólogo
Toda novela está armada de fragmentos
aparentemente inconexos, pero unidos por una
coherencia básica. En lo que respecta a las historias, todos estos fragmentos
se comunican entre sí, mientras van dibujando la geografía de la novela, como
un paisaje para ser disfrutado por el autor y el lector.
Antonieta Madrid, En la cámara oscura.
Si
hubiera que resumir el valor de la novela No es tiempo para rosas rojas,
de Antonieta Madrid, publicada por primera vez en 1975, habría que decir que su
importancia es doble: por una parte, hace del espacio de la novela un escenario
donde se recupera un importante trozo de la historia venezolana que apenas se
menciona en los manuales escolares; por la otra, se le devuelve a lo literario
su carácter de juego, así como su condición de materia para el goce estético.
¿Y qué historia narra No es tiempo para rosas rojas?
Esta novela extraordinaria re-crea para nosotros cómo era la condición de la juventud
en la Venezuela de los años sesenta. En
sus páginas logra condensarse un complejo universo: la lucha guerrillera de
aquellos años en el país, la presencia de la música de los Beatles como un
fenómeno mundial, la liberación femenina, la problematización del aborto, el
amor libre, el uso de las drogas. La formación de los personajes nos va
mostrando a una generación que idealizaba la Revolución cubana, que cuestionaba
el consumismo, que tenía un mayor acceso a la educación y a las lecturas de
autores extranjeros, de escritores
europeos y de filósofos orientales. Era
también una generación con contradicciones, volcada hacia el mundo moderno y
hacia el futuro, y al mismo tiempo, perdida e insegura, repitiendo
inconscientemente los viejos patrones
contra los que se sublevaba.
Este acercamiento a la
Venezuela de entonces, abierta al mundo y a las experiencias que marcaron a una generación (el viaje a la
luna, el mayo francés, la guerra de Vietnam), es también un asomarse a la
construcción literaria de la ciudad cosmopolita y moderna que ya era Caracas.
La ciudad de Caracas, con sus avenidas y sus autopistas, con sus prácticas
cotidianas, con sus habitantes febrilmente ocupados no es la adormecida ciudad
semi-rural de Ifigenia, de Teresa de la Parra, o de Ana Isabel, una
niña decente, de Antonia Palacios. Se trata ahora de una metrópoli moderna,
percibida desde la marcha veloz de los automóviles donde se desplazan los
personajes hacia edificios de apartamentos o hacia discotecas psicolélicas y
ruidosas, donde se escucha el rock and roll. El imaginario de la ciudad
representado nos muestra que el país, enriquecido por el petróleo, ha dejado de
ser rural y Caracas se convierte en el lugar emblemático de la nueva riqueza,
con su vida nocturna, sus avisos de neón y la aceleración del ritmo vital de
sus habitantes. No es gratuito que en esta novela la primera imagen presentada sea la de un avión, un super
jet, símbolo de una nueva forma de vivir en la cual los tiempos transcurren
vertiginosamente y los espacios se ensanchan.
La
novela cuenta dos historias entrelazadas en una estructura muy original, ambas
narradas por una joven protagonista cuyo nombre se desconoce. La protagonista se enamora de Daniel, un joven
líder de izquierda, que dirige una célula armada de la guerrilla. Daniel es un
soñador megalómano, inspirado en el Ché Guevara, quien busca hacer la
revolución en Venezuela. Hay en su personalidad formas de autoritarismo y
machismo, impermeables a cualquier crítica. Ella, universitaria, que quiere ser
una mujer de su época, tomar sus propias decisiones, asumir su sexualidad de
una manera libre, se enamora de Daniel con el mismo embeleso con el que él está
enamorado de su propio proyecto. Esta historia de amor se alterna con la
intrahistoria vivida por los personajes dentro de lo que era el desarrollo de
los acontecimientos políticos: las acciones clandestinas en que participan
ambos personajes, las noticias de los caídos, el entrenamiento en la montaña.
El sueño de la revolución y el sueño del enamoramiento son vividos intensamente
por la protagonista, que con el tiempo va desengañándose de ambos. Las
historias tendrán desarrollos insospechados. En esos procesos, la conciencia de
la joven acerca de su propia historia y de la historia del país va haciéndose
más lúcida.
La
originalidad de la estructura es uno de los rasgos más importantes, si no el
que más, que determina a una buena novela. En No es tiempo para rosas rojas
podemos hablar de una estructura rompecabezas. Las dos historias se cuentan
como una sucesión de fragmentos que se alternan. Se trata de cincuenta y dos
fragmentos, que no capítulos, numerados y espaciados por blancos. Cada uno de
ellos es una pequeña historia en sí misma, muchas veces una escena redonda y
completa. Cada uno de ellos se constituye en un ladrillo que va configurando,
en su reunión con los demás, el todo de la historia. La voz narradora va
entretejiendo la coherencia de todas esas micro-narraciones.
Esa
voz, en primera persona, busca fijar
para el lector un ángulo de percepción en sí misma, a veces muy localizado en
su propio cuerpo y en su propia intimidad. Así, por ejemplo, en el tercer
fragmento, la protagonista oye, toca y huele, de tal manera que busca exacerbar
las percepciones de los sentidos y la inmediatez de la experiencia. Sin embargo, el ángulo de percepción o punto
de vista de la narradora, es también como el lente de una cámara. La narración
se vale con frecuencia de los gerundios y de la economía de los verbos. Esto, junto
con el privilegio de las imágenes visuales, con frecuencia dispuestas como
enumeraciones, como “flashes”, parece ir construyendo una película para el
lector. El lector termina por presenciar
las escenas como si las estuviera viendo, palpando las atmósferas, como efecto
del lenguaje:
la gente como sombras
flotando por las calles deshabitadas de Bella Vista, la gente como dibujos
flotando por las fuentes de soda, en las
areperas, en los abastos, en la farmacia, en la parada del autobús, en el
estacionamiento, en los pasillos del edificio, en el ascensor, en el piso once,
en la puerta del ciento catorce (...)
Parece mentira, sí ,
parece mentira, pero si todo parece mentira, el olor a incienso y a esos
cojines de colores, allí quietos, sobre el suelo blanco y negro, jaspeadito, de
granito blanco y negro. Los cojines amarillos, morados, naranja, bien quietos
sobre el suelo, sobre el diván forrado con una cobija de cuadros de lana
escocesa; y la botella de champaña, bien fría, acostada en la nevera, llena de
gotitas como de sudor la botella de viuda Cliquot en la nevera bien fría.
La
fascinación por el cine y la fotografía han marcado la obra de Antonieta
Madrid, no sólo esta novela sino también sus cuentos incluidos en Reliquias
de trapo (1972), Feeling (1983) y La última de las islas
(1991), así como en las novelas Ojo de pez (1990) y De raposas y de
lobos (2000). Particularmente, en Ojo de pez, Madrid hace un
homenaje a la fotografía y al Roland Barthes de La cámara lúcida. La autora ha expresado que en una primera
escritura No es tiempo para rosas rojas se concibió como un guión
cinematográfico. Cine y literatura han dialogado mucho en la narrativa de los
años setenta y en gran medida, en los escritores del boom
latinoamericano. Recursos como el conocido flash back, o regreso al
pasado de los personajes sin aviso al espectador, son técnicas que han sido muy
empleadas por los escritores del siglo XX.
Antonieta Madrid va más allá. Toma del cine la pasión por la imagen, la
presentación de ésta en trazos sugerentes, en sucesiones, la percepción de los
espacios como cuadros, la literaturización de la velocidad.
El lenguaje es también uno de los grandes logros de esta
novela. Por una parte, las expresiones coloquiales del habla juvenil recorren
toda la obra, de tal forma que no es de extrañar que nuestra protagonista nos
diga que está frikeada o que cierta gente es muy fu, o que
elabore relatos de hechos a la manera de un venezolano en situación informal :
Quédate un rato más, le
habías dicho; y ella, no, no puedo, mañana tengo clase, y se levantaba del
asiento, y agarraba la cartera, y el chal mejicano azul eléctrico con flecos
negros de paja brillante. Se echaba el chal por los hombros y se lo volvía a
quitar, y se sentaba de nuevo, para recomenzar con el yeyo, hasta que tú, ni
modo, le dijiste, ya te vamos a llevar, y aquel bar estaba lleno de gente y
hacía mucho calor...
Junto con
esta franca utilización del habla de la calle, el lenguaje de la urbe
caraqueña, la autora experimenta con el lenguaje, reajustando la sintaxis,
buscando efectos fónicos y rítmicos, trastocando los usos tradicionales, en lo
que resulta en ciertos momentos proposiciones poéticas:
Y seguías allí tú
diluyéndote en el paisaje, perdiéndote en la bruma, como en un sueño, como en
la muerte, confundidos tus colores en verdes, marrones, parduzcos, rojizos... Y
así ibas cambiando de forma y te estirabas y te encogías y te anchabas y
crecías y te alargabas como en los espejos de the wonderland, daniel árbol,
daniel alcantarilla, daniel aviso-de-life, daniel bomba-de-gasolina, daniel
final-de-la-autopista La Guaira-Caracas. Y entonces quise escribirte un poema,
contar tu vida y ensayaba y ensayaba tu historia.
En este texto que es ya el poema que la narradora quiere
escribir, el recuerdo del amado se funde con los espacios recorridos, es la
imagen del recuerdo proyectada hacia la experiencia exterior de los espacios de
la ciudad. Daniel inunda los espacios, se desmaterializa y se convierte en
juego del pensamiento y juego de lenguaje a la vez, cuando los objetos se hacen
predicaciones de él: daniel árbol, daniel alcantarilla. Esa fascinación
por el juego del lenguaje le rinde su admiración a Lewis Carroll, en la mención
de Alicia en el país de las maravillas, obra citada más de una vez en
esta novela (véase en el primer fragmento una mención a la merienda del té que
comparten la liebre de marzo, el sombrerero loco y el lirón) y también citada
en otras obras de la autora.
La experimentación con el lenguaje, la fractura de la
sintaxis, el juego con las estructuras, el claro conocimiento de escritores del
mundo que han conmocionado las formas de narrar como el mismo Lewis Carroll,
James Joyce, William Faulkner y los latinoamericanos Jorge Luis Borges, Julio
Cortázar y los demás escritores del boom, es una tendencia compartida por
escritores venezolanos muy representativos de los años setenta. Antonieta
Madrid pertenece a la generación de escritores que irrumpe en esos años, que se
caracteriza por su profesionalización, por su clara conciencia del lenguaje
como materia de creación estética y al mismo tiempo, por el compromiso con una
realidad política y social muy demandante. Muchos de sus textos tienen
afinidades con textos de Luis Britto García, Laura Antillano, Victoria Duno
(Victoria De Stefano), etc., quienes de una u otra manera se vinculaban también
con Adriano González León, cuya novela País portátil marcó un hito en la
década anterior por su estructura y por el trabajo de lo urbano con un lenguaje
novedoso.
La experimentación iniciada por Antonieta Madrid en No
es tiempo para rosas rojas continuó en su obra posterior. En sus obras de
ficción y de ensayo siempre ha demostrado su preocupación por la construcción
de estructuras interesantes y complejas, por la participación activa del
lector, por el aspecto lúdico del lenguaje y por la necesidad de hacer visible
en el texto su propio hacerse, a través de la reflexión sobre cómo contar, cómo
construir el relato, es decir, a través del juego metaficcional. Por todo ello,
Antonieta Madrid, por su propio pulso, es una de las escritoras contemporáneas
más importantes de Venezuela.
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